jueves, 2 de octubre de 2008

Ejercicio #3 (Cuento para fondo gris.)


Regresó a su libro después de mirar por la ventana. Un ruido lo había distraído momentos antes de toparse con el fin del capítulo. Regresó, pero aunque su mirada recorría palabra a palabra el texto, su mente seguía perdida en la ventana. Sólo al terminar el capítulo entendió que a esas horas ya no estaba para lecturas, y aún así regresó a dónde se había quedado antes de su interrupción, sin embargo, nuevamente las palabras pasaban por sus ojos pero no más allá de la superficie de éstos. Cerró molesto el libro y regresó a la ventana. Su mirada no pudo llegar más allá del cristal, y sólo así se encontró con ella misma. Un par de ojos lo miraban vacíos y quiso leer en ellos el relato de sus últimos años, pero pasó igual que con el final del capítulo.
Sonó el teléfono sin que esto interrumpiera el extravío de su mirada. No esperaba llamadas, no esperaba noticias, ni saludos, ni nada. El sonido sólo sirvió para adormecer más al pequeño hombre de mirada perdida y denso bigote. Por fin el silencio rompió la calma, y en el reflejo de la ventana se pudo ver una figura precipitándose hacia la mesa en la que se hallaba el teléfono. La monotonía de la nota en la bocina anunció la renuncia de alguien a hablar. -¿Hablar conmigo? ¿quién querría hablar conmigo? Si al menos tuviera deudas sería lógico que llamaran. No, tal vez alguien marcó mal el número. O ¿sería ella? ¡Ja! Tantos años han pasado, qué tendría que hacer llamándome ahora y a esta hora. ¿Llamaría para pedir dinero? No, primero muerta que pedirme algo. Pero aquí estoy yo hablando solo y en voz alta, ¿cuándo lo hubiera imaginado?-
Sonó nuevamente el teléfono y contestó con tanta calma como siempre.
-¿Sí? Soy yo. ¿En dónde? No, ya es tarde y no tengo cómo llegar tan lejos. No, no puedo. ¿En cuánto tiempo llegarían? Como guste, yo espero. Avenida central 327… Sí, así es… Ahí mismo. Hasta pronto.-
La noche pareció más oscura que nunca. Ni siquiera la ventana se atrevía a reflejar la quietud de la habitación. La pequeña figura bigotona a caminó hacia el sillón, levantó el libro que en el asiento se encontraba, se sentó, abrazó el libro y se durmió. Despertó en medio de la noche, más oscura aún que antes. Alguien tocaba a la puerta y luces rojas y azules se paseaban por su ventana. Después de tomar su gorra, bufanda y abrigo, abrió la puerta, saludó al policía que encontró tras ella, subieron juntos a la patrulla y se fueron.

Llegaron, bajaron de la patrulla y caminaron. Caminaba detrás del policía mientras se rascaba el bigote. Tenía la mirada fija en las botas que frente a él avanzaban, no despacio, pero sí con serenidad. El eco de las pisadas apenas rozaba sus oídos, no así las voces que se escuchaban detrás de las puertas del largo pasillo. Las paredes eran grises, las puertas de un amarillo que de tan viejo se confundía con el gris, y el piso parecía negro, ¿o serían sólo las botas negras? De cualquier modo el frío del lugar hacía que los colores fueran insignificantes. Ambos hombres dieron la vuelta al llegar al final del pasillo, el policía se detuvo ante la primer puerta, la abrió e hizo señas a su acompañante para que entrara. De golpe, el color cobró importancia. Incluso aún cuando el fío parecía más punzante en esa habitación, el azul de los azulejos en las paredes no podía dejar de ser lo principal del cuarto. Entró y se rascó de nuevo el bigote de arriba abajo con la punta de las uñas. A su lado pasó un hombre vestido de blanco empujando una larga plancha de metal con ruedas. La voz del policía lo llamaba ya desde un rincón del cuarto, debió entrar al cuarto mientras el pequeño bigotón se distraía con el hombre de blanco que salía. Caminó de nuevo siguiendo las botas. -Buenos días. Colóquese junto a mí y dígame si reconoce a esta persona.- Esa nueva voz sonaba afectiva detrás de la simplicidad de las palabras. Era un hombre mayor, bigote tupido y cabello despeinado que combinaban bien con el lugar y con el uniforme blanco que usaba. Si no fuera por lo blanco del bigote y el cabello no se imaginaría uno que se trataba de un hombre de unos 65 años, más bien parecía cercano a los 40. Tenía piel morena y hombros anchos que se movían firmemente al correr lentamente la sábana que cubría la plancha de metal que tenían los tres hombres frente a ellos.
-No. No es ella. Sin duda se parece, pero no es. ¿Cambia la piel? ¿de qué forma? No estoy seguro, no puedo mirarle a los ojos, es lo que más recuerdo de ella. ¡Claro! sí… tiene una cicatriz en la planta del pie izquierdo. ¿Forma? … Una media luna.- La piel negra de las botas sonó al contraerse, todo el cuerpo del policía se tensó. La mirada del hombre mayor encajó amable y distante en los ojos del pequeñín del bigote. –Es ella, sin duda. Tanto las marcas personales como las identificaciones que se encontraron entre sus pertenencias indican eso. El oficial lo acompañará para que firme unos papeles. La autopsia se llevará acabo en el transcurso del día después del cambio de turno. Se le informarán los resultados y procedimientos legales cuando hayamos determinado la causa de la muerte. Mientras tanto sólo debe firmar los documentos que le entregue el oficial y esperar a que nosotros lo llamemos. Con su permiso me retiro, ustedes ya conocen la salida.- Cada palabra la escuchó el hombrecillo detalladamente, no le extrañó que aquel hombre mayor no le diera el pésame ni palabra alguna de las que usualmente se le dicen a personas en su situación; cada palabra fue pronunciada con el tono y ritmo precisos, expresaban respeto, familiaridad y una extraña y larga melancolía. Ese viejo había hecho de su habla una obra de arte, con lo cual se aseguraba que no se le hicieran reclamos por las noticias de las cuales él sólo era portador y no causante.
Siguió al policía, firmó los peles y fue devuelto a su casa tal como fue recogido de ella. Frente a la puerta de entrada sacó de la bolsa del pantalón sus llaves, no sin esfuerzo, ya que el abrigo le estorbaba un poco. Abrió la puerta y escuchó la voz del policía, -Que tenga usted un buen día. ¡Trate de descansar un poco!-
En ese momento, el dolor petrificó el umbral. Pero, con mucho esfuerzo, el pequeño hombre se las arregló para cruzarlo sin dar señas al policía de que sus palabras habían tenido un efecto devastador en él. –Estábamos una noche en la playa. Yo estaba sentado junto a la fogata mientras ella miraba el mar a unos cuantos metros. Corrió hacia mí y saltó para enterrar sus pies en la arena. La base de una botella rota se le enterró en el pié. Pasamos el resto de la noche en el hospital. De ahí lo de la cicatriz en forma de media luna.- Dijo esto con un eco de vacío en las palabras y cerró la puerta. Entró, cargando el peso del dolor en la densidad del aire, respirando el frío del amanecer y la humedad de su propia casa. Se sentó en su mismo sillón. Tomó el libro y lo abrazó. En la ventana el cielo se tornaba rosa, pero en la mirada que lo contemplaba se tornaba turbio y gris. Respiró profundamente y separó el libro de su pecho al tiempo que lo abría. Leyó. Terminó aprisa su capítulo que, sin que él supiera sino hasta ese momento, era el final del libro.
Esa mañana, desde fuera de la ventana podía versa a un hombre pequeño y bigotón dormir en un sillón, tenía un libro abierto entre las piernas. Sus páginas estaban completamente secas, al igual que el pasto de su jardín, sin gotas del rocío matutino que podría esperarse por la húmeda y fría noche anterior. Ni una lágrima en el libro, ni una gota de rocío en el pasto. Y, aún así, la densidad del frío y la humedad, tensan el verde del pasto. Y, aún así, la densidad del la oscuridad y el dolor, tensan el gris del bigote.

2 comentarios:

Lidia dijo...

y mi escena faorita sería defnitivamente la de la playa y cuando se rehusa a verle los ojos. L cuento me gustó, pero esas dos partecitas fueran las que más.

Saludos

jf.yedraAaviña dijo...

je,, esa parte de la playa se me pasó ponerla la primera vez que terminé de escribirlo... pero ninguna ciatriz puede quedarse sin su historia... por lo menos en un cuento...

Saludos!!