domingo, 15 de agosto de 2010

Me gusta cuando dejo de escuchar.
Cuando tu voz hace de la piel de las palmas de mis manos todos mis sentidos.
Me gusta regresar. Encontrar de nuevo el murmullo del mundo
Y darme cuenta de haberme perdido en un único sentido.

Me gusta respirar y encontrar en tu nuca el abismo del mundo.
Y sentir la locura recorrer mi cráneo hasta ocupar cada espacio del mismo,
Me gusta sentir que tus aromas son las sombras que borran el mundo a mis espaldas.

Me gusta cuando encuentro el camino de regreso,
Cuando en tu silueta me he perdido
cuando de tu cuerpo regreso al mío,
y te encuentro como antes, sin haber notado mi partida.

Me gustas.
Me gustas tanto.

Una tarde y su noche

Caminábamos por pasillos fríos sin hablar. Algo buscábamos estando perdidos, aun cuando parecía que conocíamos perfectamente el lugar al que nos dirigíamos. Entramos en un salón en donde gente sentada alrededor de una mesa rectangular escuchaba atentamente a un orador que por momentos se encontraba de pie y por otros sentado a la mesa. Detrás de él se podía observar una proyección sobre una pantalla blanca. Se trataba de imágenes y dibujos, bocetos relativos a la decoración de una habitación. El joven orador, con toda la facha de estudiante, hablaba rápido y en voz muy baja. Conforme nos acercamos y tomamos asiento frente a él, sus palabras adquirieron forma y volumen. Explicaba cómo las remodelaciones se llevarían a cabo. Hablaba fluido y confiado mientras no notara la mirada de un hombre de cabello gris que se encontraba sentado a la mesa, a nuestra izquierda. No era un hombre viejo, tal vez rondaría los 40 años. Pero por el modo en que el aparente estudiante flaqueaba al notar su mirada, asumimos que sería un profesor encargado de evaluar la presentación del estudiante. De pronto, éste último se dirigió a nosotros. Preguntaba tal vez por nuestra presencia, tal vez por nuestra opinión sobre algo que acababa de decir, pero con nuestra poca habilidad y cercanía con el idioma alemán, fue más bien difícil entender la pregunta. Algo contestamos, no recuerdo si yo o mi acompañante. Pero pareció convencer al orador y todos se dispusieron a llevar a cabo lo que éste venía diciendo. Tomaron herramientas, se distribuyeron por el salón y comenzaron sus respectivas labores.
Después de mirar cómo todos trabajaban en algo, conversaban o discutían entre ellos, o simplemente detenían una mirada dubitativa frente a un muro en blanco, notamos la presencia de aquel que parecía ser profesor. Un momento nos miraba y al siguiente ya nos preguntaba cosas, al parecer, nuestra opinión respecto a un hueco en la pared. Parecía ser una ventana y los cuestionamientos parecían concernir a la correcta disposición de la misma. Ante esto, me sorprendí a mi mismo respondiendo en un correcto alemán, no sin esfuerzo, a cada una de las preguntas del hombre. De pronto, nos encontrábamos dirigiendo la obra de todas aquellas personas.
Pero ese lugar no era el que buscábamos, así que, sin despedirnos más que del joven orador, nos retiramos y continuamos recorriendo los grises y fríos pasillos.
Yo me sentía triste. Al recorrer los interminables pasillos sin encontrar nuevos salones habitados, tenía mi mente en otro lugar. No puedo decir que sintiera una especie de nostalgia por ese otro lugar. Simplemente me desesperaba no encontrarlo. Bien podría haber sido el mismo infierno y hubiera preferido encontrarlo a seguir en la pausada búsqueda por esos pasillos fríos. Afortunadamente pasamos junto a un baño, así que entré para alejarme un poco de mi acompañante, quién se había ligado con tanta firmeza en mi mente a los interminables pasillos, que ya me resultaba igualmente insoportable.

Entre, revisé cada rincón del lugar, imaginando cómo alguna vez ese lugar se habría encontrado repleto de gente como aquella del salón del orador; y cómo cada detalle habría sido meticulosamente discutido. Cada proporción, cada distancia entre un espejo y otro, entre la ventana opaca del fondo hasta la puerta de entrada, habría sido un tema de discusión para esas personas. Pero pronto desistí en mis pensamientos con la misma desesperación con que había buscado refugio de los pasillos en el baño. Me mojé la cara frente a los espejos, me miré: nada inusual, mismo rostro, mismas marcas, mismas arrugas, misma mirada y cabello y nariz y ojos y boca y orejas que cada mañana veo al terminar de bañarme. Cuando salí del baño, mi acompañante no estaba. Frente a mí sólo se encontraban más pasillos y más puertas. Al principio me preocupé, yo no conocía el lugar y no había prestado atención a nuestro recorrido por él, así que no sabría bien cómo encontrar el lugar que dentro de él buscábamos. Ni siquiera podría salir sin problemas de aquel edificio. Sin embargo, un momento después, me sentí relajado. Pensé que, conociendo a mi acompañante y su acentuado gusto por cortos encuentros con mujeres atractivas, habría regresado al salón del orador para platicar con una mujer extrañamente atractiva a la que él le había prestado especial atención durante el tiempo que estuvimos en el salón.
La simple idea de ir a buscarlo me produjo repulsión. Pero no quería moverme. Me quedé mirando los pasillos para saber qué hacer ahora. Y sin esperarlo, la mujer extrañamente atractiva salió de uno de los pasillos. No me prestó mucha atención y siguió su camino. Así que reanudé mis pasos en espera de que mi acompañante, al haberse decepcionado por no encontrarla en el salón, no me viera al regresar pronto para encontrarse conmigo.

No supe cómo pero logré salir del edificio por una amplia puerta de cristal frente a la cual había dos grandes jardineras con árboles pequeños y flores. Ya era de noche. Había desperdiciado toda la tarde buscando algo que ni siquiera conocía. Enfadado, busqué en mis bolsas mi cajetilla para encender un cigarro y disfrutar un poco el frío que se extendía por la oscuridad de la noche. Mientras la buscaba en las bolsas de mi abrigo, de mis pantalones, en el morral negro que me acompaña a todos lados y que ha sido objeto de burla por algunas de mis amigas, trataba de mirar más allá de la calle frente a la salida del edificio. Pero nada veía. Pareciera que al cruzar la calle hubiera un parque; uno de esos jardines que son muy frecuentados por gente que sale a correr y ejercitarse en las mañanas. Un poco de bruma y oscuridad bastaban para pederse en ese lugar. No encontré mis cigarros. Por suerte un taxista que esperaba frente al edificio notó mi búsqueda y mi fracaso y se acercó para ofrecerme un cigarro a cambio de conversación. No me molestó en absoluto, acepté el cigarro y otorgué la conversación. El taxista parecía tener más frío que yo; se alzaba a cada momento la solapa de su abrigo para cubrirse el cuello, y, al parecer, maldecía el haber olvidado su boina en el interior del taxi. Lanzaba igual número de miradas al asiento del copiloto en donde se encontraba la gorra, que veces se alzaba la solapa del abrigo.
Algo vio en mí ese hombre, no sé qué podrá haber sido, pero después de una platica sin importancia, me invitó a beber algo en un bar cercano. Con el frío, el recuerdo del calor que produce el güisqui me produjo una nostalgia inmensa. Acepté y entramos ambos al mismo tiempo en el taxi. Levanté la gorra del asiento y se la ofrecí.
Hay ocasiones en las que un desconocido puede ser la mejor compañía. Representa la oportunidad de no ser lo que siempre uno es, de decir realmente lo que piensa. No es el caso que la gente que frecuento, así como mis amigos, sean gente con la que uno no pueda ser sincero, pero llegamos a conocer tan bien a la gente que frecuentamos, que conocemos de antemano sus reacciones y sus opiniones. Con ellos, hablar puede llegar a ser un monólogo cuando se trata de temas triviales. Si pudiéramos vernos platicando con amigos, desde fuera, seguramente encontraríamos muchas similitudes entre nosotros y esas parejas que existen, aquellas de ancianos que se reúnen cada día para jugar ajedrez desde hace años. Conocen el juego del otro, saben que el otro conoce su juego, y no por eso dejan de disfrutar el juego.
En fin, un jugador desconocido puede ser atractivo algunas veces. Y éste, en particular, lo era.
Llegamos al bar y nos aseguramos de no olvidar esta vez las gorras en el auto. Nos sentamos en la barra después de que mi nuevo acompañante lanzara algunos saludos hacia las meseras y hacia algunas mesas. Pedimos nuestras respectivas bebidas y no cruzamos palabra hasta que hubimos dado un sorbo a ellas. A diferencia de lo que yo había pensado, no se trataba de un taxista. El hombre era un profesor universitario cuyo auto había sido robado. El taxi era de su cuñado. Éste último era dueño de una flota de taxis y por casualidad había perdido a uno de sus conductores; si mal no recuerdo, se había jubilado o había muerto. La causa de la pérdida era, en todo caso, la vejez. Así que ahora, mientras se arreglaba el caso del auto robado, el profesor conducía el taxi que carecía de conductor.
¿Qué enseñaba el profesor en la universidad? Jamás lo dijo. Supongo que dar cada detalle de su vida le robaría un poco de intensidad a la nueva partida.
En cambio sí preguntó por mi oficio y cómo se relacionaba este con mi visita a la universidad. Al igual que él, no me decidí a ser enteramente sincero. Tan sólo hice alusión a una visita a un profesor y al hecho de no haberlo encontrado. Pensé en mostrarle los datos de la oficina de éste para obtener un poco de información, pero recordé que los llevaba en mi morral y que éste se encontraba ahora a los pies del asiento del copiloto del taxi.
Como suele pasar, la emoción de un juego entre desconocidos se termina pronto, y más aún cuando los desconocidos son parecidos en gustos y habilidades, ya que del simple hecho de conocerse uno mismo, se puede llegar a conocer las jugadas que hará el otro.

Terminamos nuestro trago y nos despedimos con una sonrisa cordial deseando ambos encontrarnos de nuevo por aquel edificio. Deseándole que todo resultara bien en el caso del auto robado y deseándome que pronto encontrara al profesor que buscaba.

El frío de la noche había aumentado tanto como la oscuridad de ésta. Tomé mi morral del piso del auto, cerré la puerta y vi cómo éste se alejaba. De regreso en el bar, encontré a mi antiguo acompañante sentado en una de las mesas. Su conquista no había resultado, o aún no lo hacía, así que se encontraba sólo, esperando encontrarme.
Bebí otro trago con él y partimos a pie hacia nuestro hotel.

No creo conocer una sensación más viva, o que mejor se impregne en la memoria corporal, que el calor interno que produce el alcohol y que se mantiene al caminar rodeado por el frío nocturno.

miércoles, 28 de julio de 2010

Amor viejo

Y ese miedo a un porvenir en que ya no nos sea dado ver y hablar a los seres queridos, cuyo trato constituye hoy nuestra más íntima alegría, aún se aumenta, en vez de disiparse, cuando pensamos que al dolor de tal privación vendrá a añadirse otra cosa que actualmente nos parece más terrible todavía: y es que no la sentiremos como tal dolor, que nos dejará indiferentes; porque entonces nuestro yo habrá cambiado y echaremos de menos en nuestro contorno no sólo el encanto de nuestros padres, de nuestra amada, de nuestros amigos, sino también el afecto que les teníamos; y ese afecto, que hoy en día constituye parte importantísima de nuestro corazón, se desarraigará tan perfectamente que podremos recrearnos con una vida que ahora sólo al imaginarla nos horroriza; será, pues, una verdadera muerte de nosotros mismos, muerte tras la que vendrá una resurrección, pero ya de un ser diferente y que no puede inspirar cariño a esas partes de mi antiguo yo condenadas a muerte. Y ellas –hasta las más ruines, como nuestro apego a las dimensiones y a la atmósfera de un habitación– son las que se asustan y respingan, con rebeldía que debe interpretarse como un modo secreto, parcial, tangible y seguro de la resistencia a la muerte, de la larga resistencia desesperada y cotidiana a la muerte fragmentaria y sucesiva, tal como se insinúa en todos los momentos de nuestra vida, arrancándonos jirones de nosotros mismos y haciendo que en la muerta carne se multipliquen las células nuevas. […] pero hasta que aquel cariño llegar al aniquilamiento no pasaría noche sin padecer; y sobre todo, aquella primera noche, cuando se vio en presencia de un porvenir donde ya no se le reservaba sitio, se rebeló, me torturó con sus gritos de lamentación cada vez que mis miradas, sin poder apartarse de lo que les causaba pena, intentaban posarse en el inaccesible techo.

-Marcel Proust, En busca del tiempo perdido (fragmento)-

martes, 4 de mayo de 2010

Al diablo sobre el cuerpo

Y así fue como llegó a su casa. Perdón. No sé si he bebido mucho esta tarde. Por lo general sólo toma un par de copas para que deje de distinguir entre lo que digo y lo que tan sólo pienso. No fue así como llegó a su casa. Es un tanto más complicado. A él lo conozco un poco más que a la mayoría de la gente. Bebí con él muchas veces, tal vez podría contarlas… pero no ahora. Sí, lo sé. Pues, resulta que ese día caminaba yo por el sur, cerca de su casa. No tenía intenciones de saber de él; hacía ya tiempo de aquella vez en que a ese loco se le ocurrió desperdiciar toda una botella de un barato Syrah tratando de golpearme con ella.

Hay veces que simplemente no lo entiendo. No es posible escucharlo más cuerdo que cuando ha bebido hasta perder la capacidad de hablar con claridad. En eso nos parecemos, o, mejor dicho, en eso somos tan distintos. Cuando bebo pierdo los sesos y hablo con inigualable soltura y fluidez, y cuando él bebe es cuando más sesos muestra bajo sus extraños balbuceos.

En fin, desperdició mi Syrah, y los dos, lejos de estar lo suficientemente ebrios, terminamos peleando como niños. Por eso no pensaba en buscarlo aún cuando forzosamente caminaría frente a la puerta de su casa. Pero... ahí estaba él. Una pierna dentro del edificio y media pierna fuera, frente a las antes blancas escaleras de escalones redondeados en los bordes, con la mirada hundida en sus botas. O tal vez un poco más al frente, en el delgado triángulo de luz que se dibujaba sobre la escalera por entre sus piernas tambaleantes.

Lo supe desde antes de ver su rostro. No hubiera sido necesario conocerlo tan bien como yo para saber que el parpadeo de luz en la escalera que conducía al pequeño cuarto en que vivía se debía a un tropiezo, como él solía decir: ‘¿Sabes? Ahora no puedo caminar bien. Es culpa de una botella con la que tropecé al venir aquí.’ Siempre la misma broma. Pero en su extraño balbuceo sonó siempre tan espontáneo, tan sincero, siempre acompañado de la expresión que solemos hacer al darnos cuenta de que hemos dicho algo tan… ¿Cómo decirlo? ¿Clever?, algo tan lleno de ingenio que hasta a nosotros nos sorprende y enorgullece. O tal vez mi humor es simple y desde la primera vez sonó tan gastada como siempre su alusión al tropiezo.

Lo siento, soy de lo peor cuando relato este tipo de cosas. Tampoco es que me hayan sucedido tantas. Como decía, lo vi parado frente a las escaleras de su casa y pensé que se habría resignado a no poder subir por ellas, pero no era así. Sin haber notado mi presencia, y ¿cómo podría haberla notado en ese estado?, balbuceó con la claridad que sólo en él he conocido: ‘Realmente la extraño.’ Sí, yo sé, jamás nadie le conoció mujer alguna. Ni yo, que lo conozco tan bien. Pero ahí estaba, extrañándome. No lo pude evitar, lo tomé del brazo y lo ayudé a subir las escaleras sin que él opusiera la más mínima resistencia. Y así fue como llegó a su casa.

Sé que hice mal. No debí enamorarme de él esa noche. No debí sentir el deseo intenso de desnudarlo en el piso frío frente a la foto de su madre. No debí tocarlo hasta conseguir el despertar de su cuerpo, ni tampoco abrazar sus caderas y sentir la dureza de su cuerpo con mis labios y mi lengua, ni sentir su promesa de vida recorrer mi garganta y resbalar por mi cuello. Lo amé y él amó mis caricias sin siquiera darse cuenta. Por momentos creía sentir en su cuerpo la conciencia de lo que pasaba, pero todo terminó sin que sus ojos lo confirmaran. Y terminó. Pero no podía terminar así. No para mí. Si alguien hubiera entrado esa noche en su casa habría visto a un hombre desnudo en el piso de su sala, y a una mujer desnuda caminado a su alrededor. No me desnudé para… usted sabe. Me desnudé porque no podía sentir mi cuerpo después de sentir el suyo. Temí perderme. Y desnuda caminé toda la noche por su casa, sintiendo mi cuerpo o, al menos, tratando de sentirlo. Pero se había ido. La dureza de mis pechos sólo me recordaba aquella que entre mis labios había sentido.

Al principio creí que eso era parte del amor: no sentir el cuerpo propio sino tan sólo una especie de fusión de cuerpos. Cosas en exceso rosas, yo lo sé. Pero pronto me convencí que no era así. Bastó con susurrarle al oído ‘te amo’ repetidas veces para que estuviera convencida que de eso no se trataba. Y aún no podía sentir mi cuerpo. Después pensé que lo que pasaba era que él me amaba y yo lo amaba, pero como él no pudo sentirme, y yo me había entregado él, tampoco entonces podía yo sentirme hasta que él lo hiciera.

Ahora salgo con él a beber cada vez que ambos podemos. Y siempre transcurre igual todo. No menciono nada sobre esa noche, espero a que él pierda la conciencia, lo desnudo, vierto una botella de Syrah sobre su cuerpo desnudo y bebo hasta la última gota. Sí, tan rojo su cuerpo. Pero sólo así puedo sentir mi cuerpo, sólo con el roce de mi piel contra la suya puedo sentir que mi piel es suave y la suya no, que su cuerpo es caliente y el mío no. Nos huelo… bajo el olor del vino nos huelo, me huelo.

No voy a decir que me robó el corazón. No diré que estoy loca por él. Tan sólo puedo decir que me robó el cuerpo… mi cuerpo. Y todas las noches con él una parte de su cuerpo se queda en mí y la siento recorrer mis entrañas y siento el vino mojar mi piel y lo he llegado a sentir a él dentro de mí. Pero siempre termina y sigue sin devolverme mi cuerpo.

No he perdido la esperanza de que un día despierte y me mire recorriendo su cuerpo con mi boca. Pero no ha pasado. Cuando pase sabré que me ha sido devuelto lo que perdí esa noche… y que ya no necesito al diablo sobre mi cuerpo para que sea mío, ni derramar más diablo sobre un cuerpo inconsciente.


Elías Ibarra

jueves, 8 de abril de 2010

sábado, 6 de marzo de 2010

zzz...zzz...zzz...

A veces en cansados sueños asoma el día que comienza.
A veces no se puede pensar en las mañanas,
Avanzamos con los sueños a cuestas… arrastrando.
¿Avanzamos?
Comenzamos el día en parte en sueños, en parte en vigilia.
Realmente nunca nos sacudimos los sueños.
Realmente no quisiera vivir un día sin rastros de sueños.

Y si el cielo se parte en dos por las mañanas,
Es porque en un ojo quedan sueños y en otro entra por entero la vigilia.

¿Cómo decirlo?
Salgo a la calle y camino,
Y sueño que con el caminar avanzo.
Me detengo, siento que me detengo, vivo mi detención,
Y sueño que he llegado.

Y, no lo sé.
Estoy y sueño que vivo.
Y escucho y sueño que me hablan,
Ante lo cual sueno, y sueño que respondo.

Hablar es la forma más clara del sueño.
Podemos indicar en todas direcciones, miles de cosas, situaciones, acciones…
Podemos reclamar esas mismas cosas, podemos incluso entregar buenos o malos deseos.

Pero pocas veces hablamos. Hablar es lo que hacemos en los sueños.
Soñar es hablar sin hacer nada más. Seguramente podemos hablar más durante el día, sin necesidad de cerrar los ojos, aplicándonos al uso del sonido.

O tal vez el sueño es el creer que hablar es soñar. Como sea, todo comienza y termina en el sueño.

Yo qué sé, hoy tengo mucho sueño y ganas de hablar.

martes, 16 de febrero de 2010

Was soll ich dir sagen?


Dich nicht sehen, habe ich mich entschlossen.
Ich gehe ohne Furcht, die du nicht schon verlassen hast.
Du musst gehen und nicht um mich zu sehen abbiegen.
Du musst wissen, das ich dich immer hinter dir folge.
Ich will dein gewinner Orpheus sein,
werde ich aber deine verlassene Eurydike sein?

domingo, 14 de febrero de 2010

Hurgando


Tiene tanto que no escribo. No por lo menos para mí. No he sentido la necesidad; he estado “ocupado” haciendo otras cosas. Tan ocupado que me di un tiempo para buscar un encendedor viejo entre mis cajas (de recuerdos). No encontré el dichosos encendedor, pero sí encontré cartas, fotos, talones de entradas al cine. Como ya dije, estaba ocupado, así que no tenía intención alguna de leer esas cartas, pero el ver los títulos de las películas sobre el gastado papel me hizo sentir curiosidad por esos días. Y leí las cartas. Realmente las leí por primera vez, cuando me las dieron y las leí, no me pasó por la cabeza ni una de las palabras que decían. Ahora entiendo mejor muchas cosas. Cuando esas cartas fueron escritas yo había leído unas dos o tres novelas, los autores de las cartas citan textos que a la fecha no he leído. Recordé mi mala ortografía y por qué empecé a escuchar cierta música que ahora me encanta.
Qué tan lejos estaba de entender a la gente en ese entonces. Pensándolo bien, si por ese tiempo no podía entenderles, ¿qué me asegura que ahora lo hago?
Si algo he aprendido de ese entonces a ahora, es a decirle a la gente con la que convivo que soy muy torpe para entender las indirectas y los juegos del tipo no… directo.
En fin, creo que me quedé sin cosas que escribir. Ya no siento que haya cosas que pasen por mi cabeza que tenga que poner por escrito para darme cuenta de ellas. Antes eso era de todos los días. Incluso con los sueños es distinto. Solía soñar y poner en papel los sueños; tenía un cuaderno y una pluma en mi cabecera para no perder detalle del sueño al despertar. Ahora sólo los recuerdo mientras avanzo con el transporte público medio somnoliento; y ahí quedan, en un pedazo del día convertido en extensión de la noche.
Ya no mantengo mi diario. No mantengo correspondencia con nadie; a no ser con profesores, e incluso con ellos es poca la correspondencia.
Me dedico a lo mío (lo nuestro ☺). Y a pensar en el futuro. Tal vez al ocupar la imaginación en el futuro se pierde la imaginación sobre el pasado y, más importante aún, sobre el presente. Será que uno se hace viejo, adulto, y el presente no tiene sentido más que a partir del porvenir que se acerca o aleja dependiendo del presente.
No me gusta pensar que así sea conmigo. Me gustaría retomar mi diario, mi escritura de sueños, mis cartas con amigos. Todo eso está en un presente que parece ya haber terminado. ¿Volverá? …Puedo intentarlo…