lunes, 24 de septiembre de 2007

Lágrimas del ave consolante


La fuente se encuentra tranquila.
La tenue luz ilumina cada onda en la superficie quieta, cada una de las gotas que juntas danzan y se pierden entre ellas.
El conjunto es perfecto.
Brilla el movimiento, brilla la calma, brillan rodeados de sombras y oscuridad.
La fuente se eleva, sólo el agua…
en el cielo cobra vida sin sostén, sin obstáculos que impidan que el delirio en ella sea libre y bello.
Brilla el agua sobre un cielo negro.
Todo lo iluminado participa de la fiesta, cada gota, cada reflejo en el agua.
De pronto un ave aparece en escena, mira la fuente flotante.
Su pecho rojo se infla al verla…
Brilla el rojo, brilla la fiesta…
El ave se acerca…
Mientras más cerca, más pequeña parece el ave.
Por fin está frente a la inmensa fuente flotante.
Las aguas la cubren…
Las aguas la oprimen…
Cada gota inunda su pico, cada gota golpea su pecho, arranca sus plumas, rompe sus alas…
Ya no brilla el rojo…
Brilla una fiesta en el cielo.
Y yace en el suelo un pecho rojo.

sábado, 22 de septiembre de 2007

Espuma en un café


No fue hecha para besar mi boca,
Ni mi corazón para amar,
siempre esconden sabores amargos en el fondo
Humo, café.
Un rincón oscuro en un café.
Una anécdota proveniente de una mesa cercana
alcanza a arrancarme un breve y amarga sonrisa.
Pido otro café.
Clavo mi mirada en la luz que entra por la puerta.

En estos momentos mi corazón está expuesto,
Desnudo.

Siento el frío y el calor más hondamente que nunca.
Música suave,
Goteras en el techo,
Poca luz,
Pequeñas lámparas encendidas que no alcanzan a iluminar más
de lo que ilumina la luz que entra por la puerta.

Quiero dejar de pensar,
pero todo en lo que me he metido me obliga a hacerlo.
Quiero sentir cada momento acariciar mi corazón desnudo,
pero,
en lugar de eso,
me pongo a escribir.

Sigo esperando el café,
sigo sintiendo el frío,
sigo pensando,
sigo escribiendo.

Ya llegó el café.

Quisiera que una espuma tan suave,
como la que cubre el oscuro color del café,
cubriera mi corazón,
y mis pensamientos,
y las líneas que escribo.

En fin.
Ya tengo mi café,
ya tengo mis cigarros
y en la hoja ya no queda espacio,
se terminó.

martes, 18 de septiembre de 2007

La poesía mata el amor…
Al principio le prende fuego y lo hace brillar como no podría hacerlo quedándose en el corazón… lo ponemos en papel y brilla, vemos brillar el amor ajeno en páginas blancas…
Brilla…
Arde…
Y al final se consume.

domingo, 16 de septiembre de 2007

Fotos perdidas...

Hoy quería escribir muchas cosas, pero me conformo con lo que dice esta foto:

sábado, 8 de septiembre de 2007

Noche de palmas


De niño siempre creyó que adelantarse al castigo era lo mejor. Después de hacer algo malo, trataba de prolongar el tiempo que su madre tardara en enterarse, pero siempre atento a que fuera él quien diera la noticia del pecado. Esta vez había prendido fuego a uno de sus juguetes. Bajó corriendo las escaleras esperando encontrar a su madre en alguna labor doméstica. Horas antes había estado meditando sobre lo que había hecho, torturándose a sí mismo con la idea del mal que había hecho y con la idea del castigo que se le impondría. Pero sabía que en cuanto su madre se acercara a su cuarto, notaría el olor a quemado y vería las marcas de fuego en el piso; el castigo era inevitable. Le sorprendió encontrar las luces de la casa apagadas, entró a la cocina lentamente y ahí vio a su madre, o más bien sólo vio lo que el fuego en la estufa alcanzaba a iluminar de ella. Se acercó y se colocó a su derecha. Su madre no le dijo nada y él tampoco a ella. Miró atentamente lo que su madre hacía. Estaba quemando palmas secas en la estufa, sin hacer otra cosa más que eso y derramar una que otra lágrima. No supo por qué su madre hacía eso, pero se sintió tranquilo junto a su madre viendo el fuego arder y las cenizas caer entre las ranuras de la hornilla. Su madre tomó una palma más pequeña y se la dio. Toma, quémala y reza conmigo. Él la tomó e hizo como se le dijo. Primero pensó en el motivo por el cual tenía que rezar, pero sabía que podía dirigir su rezo hacia las intenciones de su madre y, así, no tendría que preguntar por ellas. Recitó oraciones en su mente hasta que al ver las palmas en llamas recordó aquellas que habían consumido el juguete en el piso de su cuarto. Se sintió triste y cambió la intención de sus plegarias. Ahora pedía perdón a Dios y a su madre por sus malas acciones. Seguro el olor de las palmas quemadas se elevaría hasta el cielo y haría que Dios se diera cuenta de las plegarias de sus hijos, más aun cuando eran palmas benditas. Su madre tenía la costumbre de guardar las palmas que adquiría el domingo de ramos. Las colgaba en la puerta de la cocina y ahí las dejaba hasta que perdieran su color verde y se secaran por completo. Las palmas seguían ardiendo, su madre seguía llorando y él seguía pidiendo perdón por sus acciones. Imaginaba que su madre sufría por las malas acciones de él, así podía sentir el dolor más intenso y, mientras más dolor sentía, más rápido conseguiría el perdón. Cuando ya no pudo soportar el llanto de su madre y el olor de las palmas, dijo en voz baja: quemé el último juguete que me regaló mi papá. Su madre pareció no escucharlo, pero el niño sabía que lo había hecho. Pídele a Dios que tu padre regrese con bien a casa. Los dos guardaron silencio, siguieron rezando y quemando palmas. Prefirió no insistir en el asunto del juguete quemado, se dio por bien servido con haber confesado, haber sufrido por sus actos y haber pedido perdón a Dios. Después de eso sólo siguió quemando palmas, pero ya sin rezar. Pronto llegaron sus hermanos y hermanas y pidieron permiso para rezar con ellos. Su madre les dio una palma a los más grandes y dejó que los más pequeños miraran de cerca. Ahora todos rezaban, toda la familia sentía el aroma parecido al que se sentía al pasar frente a la iglesia las mañanas de los miércoles de ceniza. Por fin su palma se consumió y él se sintió aburrido. Se escabulló entre sus hermanos y los dejó a todos rezando. Regresó a su cuarto y jugó con lo que quedaba de su quemado juguete.
Poco después escuchó abrirse la puerta de la casa, supo que su padre había llegado y quiso bajar corriendo a saludarlo, escuchó las risas de sus hermanos que saludaban a su padre y también escuchó cómo la puerta se azotaba fuertemente. Por fin se decidió a bajar y vio a sus hermanos rodeando y abrazando a su padre. Pero éste no hacía nada más que acomodarse la corbata que llevaba al hombro, al mismo tiempo que intentaba no perder el equilibrio. Con trabajos llegó al sillón de la sala, y cuando sintió que no tenía ningún niño detrás de él, se dejó caer. El niño se quedó mirando todo esto al pie de la escalera y pronto notó que su padre no se encontraba bien, tenía los ojos enrojecidos y una sonrisa se dibujaba torpemente en sus labios. Su padre lo miró y con una voz extraña le dijo: ¿Y tú por qué no me saludas? ¡Ven acá! Él obedeció y mirando al piso caminó hasta él. Él padre abrazó al niño y lo besó. Pero el niño no pudo reconocer a su padre, olía al refresco que se bebía en la casa de sus abuelos cuando había alguna fiesta, y parecía no poder moverse bien ni hablar bien. El niño se alejó hasta quedar junto a la puerta de la cocina, estaba un poco asustado. De pronto recordó a su madre y le extrañó que no hubiera salido a recibir a su padre, cuando minutos antes había estado tan preocupada por él. Se asomó al interior de la cocina y vio las palmas que quedaban colgadas en la puerta, la estufa apagada y a su madre llorando aun más, pero ahora sentada en una silla con los codos recargados en la mesa. Se acercó a ella y quiso abrazarla. Pero como siempre, tuvo miedo de lo que pudiera pasar si lo hacía. Nunca en su vida se atrevió a abrazar a su madre cuando esta lloraba. Se consideraba a sí mismo como una de las penas de su madre, así que si alguna vez llegara a abrazarla mientras ella sufría, lo único que haría sería lastimarla más. Pero la amaba, y algo tenía que hacer. Corrió a dónde sus hermanos y tomo de la muñeca a su hermana mayor, la llevó a la cocina y sin decirle nada señaló a su madre y las dejó solas. Pronto salieron madre e hija de la cocina, la madre tomó en sus brazos a dos de los niños más pequeños, la hija tomó de la mano a los demás y juntas reunieron a los niños en sus cuartos. Él se quedó mirando a su padre que había tomado su guitarra y cantaba sin que pudiera hacer que sonara bien lo que tocaba y cantaba. La madre regresó con el padre y ordenó al niño que subiera a dormir. Él obedeció, pero no pudo dormir esa noche. El hombre que había llegado a su casa no era su padre. No podía serlo, su padre era un hombre recto y justo, no aquel que golpeaba la puerta del cuarto de su hermana a mitad de la noche mientras gritaba: ¡tu madre tiene un amante! ¿quieres saber cómo se llama? Abre y te diré cómo se llama.
No durmió esa noche, lloró un rato sin saber exactamente por qué. Pensó en las palmas, pensó en el humo y en Dios. Pensó en la iglesia y pensó en su padre rezando en ella. Pensó en su madre quemando palmas, pensó en su madre llorando, vio sus lágrimas como si cada una fuera una cuenta del rosario que rezaba mientras lloraba. Pudo ver claramente a su hermana llorando entre las cobijas de su cama mientras intentaba no escuchar lo que su padre gritaba. Su hermana sí que entendía por qué lloraba. Él no sabía lo que pasaba. Pero no podía hacer nada, él sólo era una más de las cosas que atormentaban a su madre. Era malo, malo como ahora su padre lo era.

viernes, 7 de septiembre de 2007

¿Soñar?


Este lugar debería ser llenado por el relato de un sueño que tuve la noche del pasado miércoles a eso de las 5:00 am. Calculo más o menos la hora ya que cuando desperté con el corazón latiendo rápido y fuerte miré inmediatamente dos cosas. Primero, los libros junto a mi almohada, y segundo, mi reloj que marcaba las 5:32… no pondré el sueño ya que pocos lo entenderían y podría ofender a algunos… su relato lo reservo para mi diario y para mi deleite personal… algún día lo compartiré… pero creo que eso será dentro de mucho tiempo… por el momento me conformo con describir lo que sentí al despertar. En la última parte del sueño fui enteramente feliz. Al despertar, lo primero que sentí fue desorientación, ya que en mi sueño me encontraba en el mismo lugar que al despertar, es decir, en mi cama. Además de esto, había una gran cantidad de detalles que me sorprendieron, por ejemplo, los libros que miré al despertar, ya los había visto en el sueño, estaban en el mismo lugar y posición en el sueño que al despertar. En fin, muchos detalles que me hicieron sentir mucho más real el sueño, y a la vez me dieron una sensación de estar perdido, o más bien, de haber perdido algo. Inmediatamente después, me di cuenta de que había estado soñando, así que la desorientación se desvaneció y su lugar lo tomó una sensación de felicidad. Traté inmediatamente de recordar cada detalle del sueño, pero no recordaba bien la conversación que había tenido en él, sólo algunas partes importantes que explicaban la felicidad que sentía. Después de eso dejé de sentirme feliz para sentirme miserable. Me sentí tonto por alegrarme por algo irreal. Incluso me enojé por seguir sonriendo. Me cuestioné sobre lo bueno y lo malo de dejarse llevar por un sentimiento provocado por algo irreal, pero el recuerdo del sueño era más fuerte que mis ganas de reflexionar, así que me dejé llenar por la alegría provocada por el sueño, y cuando mi corazón recobró su ritmo normal, volví a quedarme dormido. Aún no sé si lo que hice estuvo bien, si es correcto alegrarse tanto por algo que nunca pasó, por algo inventado. Si me puedo permitir el olvidar que algo ha sido inventado por mi, y disfrutarlo como si fuera real. ¿Es correcto que me engañe a mí mismo? No lo sé… claro que prefiero que las cosas sean reales, pero si no los son, ¿está mal disfrutarlas?

jueves, 6 de septiembre de 2007

El Gran Anfitrión


Por fin le llegó su ansiado paquete. La mano le tembló un poco al firmar de recibido en la pequeña libreta del cartero. Cerró la puerta y cruzó el jardín hasta entrar en la sala de su casa. Dejó el paquete en la mesa de centro y corrió a buscar una navaja para abrirlo. Revolvió varios cajones para al final no encontrar su vieja navaja. Desesperado llegó a la cocina y tomó un cuchillo. Cuando regresó a la sala notó que la mediana caja tenía un sistema abre-fácil. Se rió de sí mismo y fue a la cocina para colocar el cuchillo en su lugar, pero al abrir el cajón de los cubiertos miró el sacacorchos y pensó: ¡Esto hay que celebrarlo! Tomó el sacacorchos y bajó al pequeño sótano por una botella de vino. Buscó entre todas sus botellas sin decidirse cuál abrir. Todas ellas eran especiales para él, nunca había abierto una. Sólo una vez se atrevió a abrir una de las de menor calidad, y fue cuando, después de preparar una excelente cena para dos, a la luz de las velas le propuso matrimonio a Patricia. Siguió indeciso un rato, viendo y pasando su mano por las empolvadas botellas, de vez en cuando tomando una con ambas manos para leer su etiqueta y recordar el momento y lugar de su adquisición. José Antonio ROMAN CALVET, Malbec Cabernet. ‘No, muy joven. Apenas lo compre hace tres navidades. Hum… fue una triste navidad.’ La etiqueta de la botella pareció de pronto perder el amarillento color que le habían causado la humedad y el polvo; la verdad es que por mucho que supiera de vinos, él nunca había podido dedicarle mucho tiempo a la construcción de una cava digna de los que poseía. La botella relucía intensamente rodeada, dentro de su caja, por pequeñas y finas virutas. Él la miraba por detrás del vapor que producía al respirar, la colocó en el estante y subió las escaleras tras apagar la luz. Arriba lo esperaba una docena de personas que reían y bebían frente a una elegante mesa adornada con una gran variedad de platillos. El pavo, al centro de la mesa, parecía coronar con su brillo la exquisita velada. Al verlo volver, un joven de traje de seda gris que había perdido la corbata, dejó su copa encima del piano y se apresuró a darle un abrazo y pedirle a los que estaban a la mesa que hicieran un espacio para que el gran anfitrión pudiera sentarse. Pero éste pidió que lo disculparan, que en un momento volvía y que le hicieran el favor de empezar la cena sin él. Tomó su abrigo y salió al jardín, encendió un cigarro y se sentó en una de las bancas de metal. Cuando se disponía a encender el segundo cigarro, escuchó una voz detrás de él: ¿Qué se supone que hace “el gran anfitrión” aquí afuera? Patricia se sentó junto a él en la banca, se miraron, rieron y fumaron. ‘No, muy joven. Puede llegar a ser un gran vino.’ Siguió mirando y tomando en sus manos algunas botellas pero siempre sin decidirse a abrir alguna. Desilusionado apagó la luz del sótano y subió para abrir el paquete. Llegó a la sala, se sentó frente a la mesa y jaló hacia sí la caja con sellos postales. Jaló rápidamente el pequeño cordón que permitía romper rápidamente los seguros que sellaban la caja y daban cuenta de la inviolabilidad del contenido de ésta. La abrió y se quedó contemplando el contenido por un rato. Los ojos comenzaron a brillarle, cualquiera que lo hubiera visto diría que en ese momento era el hombre más feliz del mundo. Pero el brillo no era por la sorpresa o la felicidad, pronto resbaló de su ojo una lágrima. Metió la mano a la caja y de ella sacó una botella de vino, la observó atentamente, leyó la etiqueta, pasó sus dedos sobre ella para sentir la impresión de las letras. ‘Excelente vino, el más caro que haya comprado. Patricia lo hubiera odiado.’ Los dos cigarros se consumieron y el frío los obligó a abandonar la fría banca de metal y entrar en la casa. Él se dirigió a la mesa donde el joven de seda gris lo esperaba ansioso con una mancha guinda en la solapa del saco y su corbata recién encontrada colgando torpemente de su cuello. Ella, se dirigió al piano y besó en los labios al hombre que había dejado de tocar al verla entrar. Se besaron, se sentaron en el banco, tocaron, bebieron, rieron. Él, cenó, platicó, bebió, pero ya no rió, y al despedir a la puerta al último de sus invitados, el joven de gris, lloró. Seguía mirando su nueva adquisición y rozando las yemas de los dedos contra la etiqueta al mismo tiempo que dejaba escurrir las lágrimas desde sus mejillas hasta su cuello. Desprendió desesperadamente la etiqueta que sellaba el cuello de la botella con los dientes, tomó el sacacorchos y apuñaló aquello que mantenía al vino dentro. Sacó el corcho, lo arrojó debajo del piano con el sacacorchos aun incrustado en él, bebió por completo el contenido de la botella, encendió un cigarro y salió al jardín.