martes, 4 de mayo de 2010

Al diablo sobre el cuerpo

Y así fue como llegó a su casa. Perdón. No sé si he bebido mucho esta tarde. Por lo general sólo toma un par de copas para que deje de distinguir entre lo que digo y lo que tan sólo pienso. No fue así como llegó a su casa. Es un tanto más complicado. A él lo conozco un poco más que a la mayoría de la gente. Bebí con él muchas veces, tal vez podría contarlas… pero no ahora. Sí, lo sé. Pues, resulta que ese día caminaba yo por el sur, cerca de su casa. No tenía intenciones de saber de él; hacía ya tiempo de aquella vez en que a ese loco se le ocurrió desperdiciar toda una botella de un barato Syrah tratando de golpearme con ella.

Hay veces que simplemente no lo entiendo. No es posible escucharlo más cuerdo que cuando ha bebido hasta perder la capacidad de hablar con claridad. En eso nos parecemos, o, mejor dicho, en eso somos tan distintos. Cuando bebo pierdo los sesos y hablo con inigualable soltura y fluidez, y cuando él bebe es cuando más sesos muestra bajo sus extraños balbuceos.

En fin, desperdició mi Syrah, y los dos, lejos de estar lo suficientemente ebrios, terminamos peleando como niños. Por eso no pensaba en buscarlo aún cuando forzosamente caminaría frente a la puerta de su casa. Pero... ahí estaba él. Una pierna dentro del edificio y media pierna fuera, frente a las antes blancas escaleras de escalones redondeados en los bordes, con la mirada hundida en sus botas. O tal vez un poco más al frente, en el delgado triángulo de luz que se dibujaba sobre la escalera por entre sus piernas tambaleantes.

Lo supe desde antes de ver su rostro. No hubiera sido necesario conocerlo tan bien como yo para saber que el parpadeo de luz en la escalera que conducía al pequeño cuarto en que vivía se debía a un tropiezo, como él solía decir: ‘¿Sabes? Ahora no puedo caminar bien. Es culpa de una botella con la que tropecé al venir aquí.’ Siempre la misma broma. Pero en su extraño balbuceo sonó siempre tan espontáneo, tan sincero, siempre acompañado de la expresión que solemos hacer al darnos cuenta de que hemos dicho algo tan… ¿Cómo decirlo? ¿Clever?, algo tan lleno de ingenio que hasta a nosotros nos sorprende y enorgullece. O tal vez mi humor es simple y desde la primera vez sonó tan gastada como siempre su alusión al tropiezo.

Lo siento, soy de lo peor cuando relato este tipo de cosas. Tampoco es que me hayan sucedido tantas. Como decía, lo vi parado frente a las escaleras de su casa y pensé que se habría resignado a no poder subir por ellas, pero no era así. Sin haber notado mi presencia, y ¿cómo podría haberla notado en ese estado?, balbuceó con la claridad que sólo en él he conocido: ‘Realmente la extraño.’ Sí, yo sé, jamás nadie le conoció mujer alguna. Ni yo, que lo conozco tan bien. Pero ahí estaba, extrañándome. No lo pude evitar, lo tomé del brazo y lo ayudé a subir las escaleras sin que él opusiera la más mínima resistencia. Y así fue como llegó a su casa.

Sé que hice mal. No debí enamorarme de él esa noche. No debí sentir el deseo intenso de desnudarlo en el piso frío frente a la foto de su madre. No debí tocarlo hasta conseguir el despertar de su cuerpo, ni tampoco abrazar sus caderas y sentir la dureza de su cuerpo con mis labios y mi lengua, ni sentir su promesa de vida recorrer mi garganta y resbalar por mi cuello. Lo amé y él amó mis caricias sin siquiera darse cuenta. Por momentos creía sentir en su cuerpo la conciencia de lo que pasaba, pero todo terminó sin que sus ojos lo confirmaran. Y terminó. Pero no podía terminar así. No para mí. Si alguien hubiera entrado esa noche en su casa habría visto a un hombre desnudo en el piso de su sala, y a una mujer desnuda caminado a su alrededor. No me desnudé para… usted sabe. Me desnudé porque no podía sentir mi cuerpo después de sentir el suyo. Temí perderme. Y desnuda caminé toda la noche por su casa, sintiendo mi cuerpo o, al menos, tratando de sentirlo. Pero se había ido. La dureza de mis pechos sólo me recordaba aquella que entre mis labios había sentido.

Al principio creí que eso era parte del amor: no sentir el cuerpo propio sino tan sólo una especie de fusión de cuerpos. Cosas en exceso rosas, yo lo sé. Pero pronto me convencí que no era así. Bastó con susurrarle al oído ‘te amo’ repetidas veces para que estuviera convencida que de eso no se trataba. Y aún no podía sentir mi cuerpo. Después pensé que lo que pasaba era que él me amaba y yo lo amaba, pero como él no pudo sentirme, y yo me había entregado él, tampoco entonces podía yo sentirme hasta que él lo hiciera.

Ahora salgo con él a beber cada vez que ambos podemos. Y siempre transcurre igual todo. No menciono nada sobre esa noche, espero a que él pierda la conciencia, lo desnudo, vierto una botella de Syrah sobre su cuerpo desnudo y bebo hasta la última gota. Sí, tan rojo su cuerpo. Pero sólo así puedo sentir mi cuerpo, sólo con el roce de mi piel contra la suya puedo sentir que mi piel es suave y la suya no, que su cuerpo es caliente y el mío no. Nos huelo… bajo el olor del vino nos huelo, me huelo.

No voy a decir que me robó el corazón. No diré que estoy loca por él. Tan sólo puedo decir que me robó el cuerpo… mi cuerpo. Y todas las noches con él una parte de su cuerpo se queda en mí y la siento recorrer mis entrañas y siento el vino mojar mi piel y lo he llegado a sentir a él dentro de mí. Pero siempre termina y sigue sin devolverme mi cuerpo.

No he perdido la esperanza de que un día despierte y me mire recorriendo su cuerpo con mi boca. Pero no ha pasado. Cuando pase sabré que me ha sido devuelto lo que perdí esa noche… y que ya no necesito al diablo sobre mi cuerpo para que sea mío, ni derramar más diablo sobre un cuerpo inconsciente.


Elías Ibarra